Las fallas de la literatura dominicana no están en la falta
de talento ni dedicación de los autores, sino en una moral social vilipendiada de
tal manera que trasciende el ejercicio de la escritura y coloca al escribidor
en una posición adversa en la que puede perder la cabeza en solitario o sucumbir
al abismo del ostracismo, la discriminación y la exclusión.
Nada que atente contra el supuesto “reconocimiento social”
que los autores dominicanos alcanzan a través de obras malogradas puede esperar
el aplauso de los cenáculos, que respiran gracias a sobornos oficiales y a un
intercambio de elogios y dádivas que forman parte de sus propias “ruinas
circulares”. Por eso el crecimiento y el desarrollo de la escritura vernácula se
estancan, y para encontrar algo que valga la pena hay que bucear en las
profundidades de las mezquindades y correr el peligro de rasgarse la piel con
las trampas que los más miserables colocan en las entradas y las salidas de las
aguas literarias.
Dichoso aquel que nade esas aguas de colores sin toparse con pirañas y buitres que lo destruyen todo con tal de evitar que alguien prenda el interruptor de la luz y afloren a la vista los múltiples defectos que muestran el falso trasfondo de “deidades intelectuales” incapaces de verse a sí mismas en el espejo. Los “intereses creados” hacen del presente de la literatura dominicana un escenario oscuro, neblinoso, y los pocos focos que alumbran en las penumbras son opacos, difusos, y no alcanzan a despertar interés fuera de tribus alfabetizadas.
Dichoso aquel que nade esas aguas de colores sin toparse con pirañas y buitres que lo destruyen todo con tal de evitar que alguien prenda el interruptor de la luz y afloren a la vista los múltiples defectos que muestran el falso trasfondo de “deidades intelectuales” incapaces de verse a sí mismas en el espejo. Los “intereses creados” hacen del presente de la literatura dominicana un escenario oscuro, neblinoso, y los pocos focos que alumbran en las penumbras son opacos, difusos, y no alcanzan a despertar interés fuera de tribus alfabetizadas.
Al parecer, el futuro de la literatura no está en la isla,
sino en ese dominicano que emigra y aprende a vivir en el orden, donde la
tolerancia, la pluralidad de opiniones y el ejercicio mismo del criterio y la
autocrítica son las bases del crecimiento y el camino al éxito, si es que existe
alguno.
En esa isla de historia mal contada desde la colonización,
muchos escritores jóvenes aprenden las artimañas de sus tutores más cercanos y
repiten ciclos de comportamientos propios de ser cuestionados en sociedades
organizadas, donde imperan la ley y el orden de las cosas. Allí el autor es
un pobre diablo que emborrona ideas para ser tomado en cuenta por el “hombre
mediocre” que confunde la figura del intelectual verdadero con la del mendigo
que se hace pasar por sabio. La carta de presentación de la mayoría
de estos últimos es una cantidad de obras defectuosas, de espíritus muy pobres,
y que por apresuradas no conducen a ninguna parte.
Después de pasarme un año en República Dominicana, solo leyendo
y buscando obras de calidad, he llegado a la conclusión de que salvo
muy pocas excepciones lo mejor de la literatura de ese país está en el pasado,
en lo que se escribió desde la novela clásica “Enriquillo” de Manuel de Jesús
Galván, hasta el grupo de narradores que surgió inmediatamente después de la
muerte del dictador Rafael Leónidas Trujillo y en algunos miembros de la llamada generación de posguerra. Después de esos años 60 y 70, el panorama es otro, porque comienzan
a influir intereses político-partidistas y económicos que obnubilan la razón
de creadores que ven en la publicación de cualquier tipo de obras una manera de
pertenecer a círculos intelectuales de pocas luces, para no decir de ninguna.
Lamentablemente, muchos autores dominicanos compran
el prestigio desde sus tronos políticos y empresariales de sal y arena; otros menos
afortunados aprendieron a prostituir su talento para poder sobrevivir a las
artimañas de los pequeños agentes del Estado que obligan a los primeros a ser
cómplices de las desgracias cotidianas que matan las ideas y pretenden obstruir la libertad de pensamiento.
Ya lo anunciaba Roland Barthes: "No hay lenguaje escrito sin ostentación".
Ya lo anunciaba Roland Barthes: "No hay lenguaje escrito sin ostentación".